Tapa del libro e ilustración de Leandro Ferreyra para el cuento.

SÍSIFO EN LA MÁQUINA
(fragmento)

Atrapado en la máquina
     Nací en el desierto y el desierto me persigue a donde quiera que vaya. Ya desde mucho antes de haber descubierto la verdad, sabía que todo estaba mal. ¿Cuántas cosas quise evitar y ocurrieron igual? ¿Cuántas veces me esforcé y fracasé? ¿Cuántas veces fui exitoso sin buscarlo? La vida tiene vida propia y hace lo que quiere. La ciencia, que busca explicaciones para todo, también encontró explicaciones para esto. Según algunos científicos, el “Infraconciente”, es el conjunto de elementos que se introyecta en nosotros durante nuestra más profunda infancia y que “programa” nuestros actos, desde el principio hasta el fin de nuestros días. El lugar y el momento donde nacemos, la personalidad de nuestros padres, las eventualidades que ocurren durante los primeros siete años de un individuo, toda esa serie de particularidades, que no podemos elegir ni controlar, determinará hasta el último de nuestros actos. Cuanto más concientes y libres creemos que somos, más atrapados estamos por el Infraconsiente. El IC no es un espíritu o un fantasma que nos posee, es más bien un mecanismo, un “programa”, una estructura que determina el funcionamiento de la mente.
     Es terrible descubrir hasta que punto no intervenimos en nada de lo que nos sucede. La discusión para determinar si somos libres para elegir o si estamos presos de un destino, no tiene ningún sentido, desde el momento en que nos damos cuenta de que no podemos intervenir en nada de lo que nos ocurre. Somos ladrillos en una pared que se construye sola… o que se destruye sola. La metáfora de las hojas en el viento puede parecer obvia pero es una de las más exactas: la hoja no decide a dónde la lleva el viento, y el viento tampoco decide dónde soplar. Dadas estas circunstancias, discutir si el camino de la hoja está escrito o no, es completamente intrascendente. Los ejemplos sobran: ¿Qué no hicimos para conquistar al ser amado sin que nos registrara?, ¿Cuántas veces no hicimos absolutamente nada para impresionar a alguien, a quien, enamoramos perdidamente? Nos acostumbramos tanto a esto, que ya no nos damos cuenta lo absurdo que es.
     Hace un par de meses estas cuestiones cobraron un cariz increíblemente literal para mí. Las teorías dejaron el plano de lo filosófico para integrarse en mi más cercana realidad. Todo comenzó una tarde cuando empecé a oír la música. Parecía venir desde cualquier lugar: de la calle,  un negocio,  un auto,  por eso,  no le di importancia. Además era una de mis bandas favoritas. Me preocupé un poco al entrar en mi casa porque seguía sonando. Era una música que no venía de ninguna parte. Recordé una novela de Philip K. Dick en la que a un personaje que le ocurre lo mismo, estaba en realidad, en coma en un hospital. Su vida era una ilusión de su mente y la música la ponía la enfermera que estaba a cargo de la sala.
     Días después mientras almorzaba solo, en mi casa, escuché perfectamente la conversación de dos personas como si estuvieran sentadas a mi lado. Extrañamente no me alarmé; debía haber una explicación racional para todo. Una vez leí sobre personas con implantes de metal en el cráneo que podían captar algunas frecuencias de radio (sin embargo, a mí nunca me habían operado en la cabeza). Una de las voces, se excusaba en forma apremiante:
-La verdad es que no podemos desconectarlo. La máquina está fallando y no es conveniente hacer el proceso en estas condiciones.
     La otra voz tenía un tono más calmo:
-¿Por qué no pueden encontrar la falla?
-Chequeamos absolutamente todo, pero los controles no responden. Es la primera vez que ocurre algo así.
-Ok, esperaremos un día más. Si no hay ninguna novedad nos haremos cargo con nuestros especialistas.
     Esa misma noche, como a través de un sueño, esas voces tomaron cuerpo y entré por primera vez en la otra realidad. El lugar parecía ser la sala de un hospital. Yo estaba recostado en una especie de sillón de dentista, completamente inmovilizado, salvo por los ojos y la boca, lo que me impedía tener una noción más detallada del lugar. En seguida apareció alguien que se acercó a la cama y se ubicó frente a mí, cerca de mis pies, para que pudiera verlo bien. Alto, delgado, de unos cuarenta años, uniformado de traje, podía ser tanto un médico como un ejecutivo.
-Hola ¿se encuentra bien? –dijo la voz apremiante.
-Sí, salvo, por no poder moverme. –le contesté.
-No se preocupe, está todo bajo control. Soy el doctor Volberg, director de esta institución. ¿Puede recordar su nombre y su fecha de nacimiento? –Había cierto nerviosismo mal disimulado en su gestualidad que desmentía que todo estaba bajo control.
-Veintiuno de junio de 1980. Mi nombre es Gregorio Volta.
-Aguárdeme un segundo –dijo y se fue por un costado.
     Cuando volvió lo acompañaba otra persona de aspecto muy similar. A este último, pertenecía la otra voz, la del tono aplomado. Volberg lo presentó como el doctor Laguna, quien daba la sensación de tener las riendas del asunto.
-Soy secretario del Ministerio de Justicia. La fecha de nacimiento y el nombre que nos dio nos prueban que no sabe nada de lo que le ocurrió. Lo que tenemos que explicarle, puede ser un poco difícil de entender, pero es la verdad. En primer lugar, sepa que estamos haciendo todo lo posible por usted y que encontraremos alguna solución. ¿Está preparado para escuchar?

-Sí, quiero saber todo cuanto antes. -estaba empezando a ponerme nervioso.

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